CUENTO: UNA ULTIMA CARTA

UNA ULTIMA CARTA

Por: Sebastián Sacoto Arias S.



Estaba harto. Realmente harto. Y decidió que esa sería la última carta que leería sin importar lo que dijese. Ya no quería saber más del tema. Por quince años esperó el famoso viaje de su padre después de haberlos abandonado a él y a su mamá en otro país, a su suerte. Desde que salió corriendo con el rabo entre las piernas tras el desastre de su “estrategia de negocios infalible” en el extranjero, ese prodigio financiero que solo sirvió para hacer desaparecer todos los ahorros del matrimonio, trabajados de sol a sol, incluso desde antes de casarse.

Quince años deseando que el famoso retorno se materializara, que esa promesa, la única que contaba, finalmente llegase a cumplirse. Pero ahí estaba la carta, otra vez. El sobre. No necesitaba abrirlo, él sabía de memoria todos los argumentos patéticos o fantásticos que aquel hombre utilizaba para adornar las mismas tres simples excusas: tiempo, dinero, prioridad. Pero aun así lo hizo, casi como en un ritual que se repetía sin sentido. Su padre era un experto en crear expresiones físicas de la ausencia, firmadas siempre con esa frase insoportablemente vacía: “Con todo el cariño del mundo. Tu padre”. Nombrando un afecto que él, por supuesto, nunca había recibido verdaderamente.

Rompió el sobre con un cortapapeles en forma de espada que tenía sobre el escritorio. Un mandoble en miniatura que había comprado en una tienda de antigüedades. Cada vez que sostenía esa pequeña espada grande, le gustaba imaginar que era un caballero, alguien capaz de enfrentarse a dragones o rescatar princesas. Un héroe de esos cuentos que le contaba su mamá de niño. Sin embargo, cuando extrajo el contenido, notó algo distinto. La carta, esa carta, era más delgada de lo habitual. Y la sostuvo frente a sus ojos, observándola con desdén.

¿Una sola hoja?, pensó indignado, y se revolvió incómodo en el asiento, como si su cuerpo no supiera qué hacer con la información que recibía. Le dio la vuelta al papel y revisó el otro lado. Pero no, no había nada. La percepción inicial era correcta: una sola y miserable hoja de papel con unos cuantos garabatos, máximo veinte líneas. ¿Este cretino -se dijo a sí mismo- desaparece más de un año y me escribe veinte líneas? El rostro se le torció en una mueca de desprecio. Sabía que su padre, si quería, tenía la habilidad de llenar páginas enteras con palabras y más palabras. Montones de anécdotas, historias y planes fallidos, apretados en cada carilla de la hoja para intentar justificar una y otra vez lo injustificable. Como si el exceso de palabras pudiera compensar de alguna forma la falta en los hechos. Pero veinte líneas... eso era nuevo… a la vez que ridículo y ofensivo.

Levantó el papel con las puntas de los dedos mientras fruncía la nariz y hacía un arco hacia abajo con los labios, con el asco a flor de piel, como si el papel desprendiera un hedor insoportable. Lo miró todo, la fecha, las letras torcidas, el papel arrugado, y no pudo evitar sentir que el rostro se le calentaba. De golpe la cabeza le hervía, como si tuviese una olla de presión sobre los hombros. Luego lanzó la carta girando sobre su escritorio y la observó por un momento.  La carta, de cabeza, parecía haber sido escrita en otro idioma.

Ese bien podría haber sido el año en que se escribió. Tal vez en otra realidad, en otro universo, un reflejo invertido del suyo, donde la historia se contaba diferente. Donde la mudez de la tinta sí le había podido entregar todas las respuestas que necesitaba a tiempo.

Esa podría ser la fecha exacta y el lugar. Escrita quién sabe dónde, quién sabe cuándo. Sobre todo, quién sabe por quién. Porque a ese tipo, el que había escrito en esa hoja de papel, él no lo conocía. Y en ese momento tampoco le interesaba conocerlo.

Se quedó viendo las palabras de ese lenguaje nuevo con la mirada fija y sin pestañear, hasta que los signos se desmoronaban en trazos inconexos y luego volvían a juntarse, como hondas en agua empozada que alguien había tocado con la yema de los dedos. Era extrañamente obvio para él, cada signo era una clave de algo que se le escapaba… Sin embargo, se recompuso, respiró hondo, le dio la vuelta al papelucho y lo leyó rápidamente para no seguir extendiendo más ese mal rato:


“Quito, 5 de septiembre de 1978

Querido Nicolás:

Te he escrito tantas veces diciéndote que iría a verte, que pronto estaría allí, que quería conocer a mi nieto, que sería en su primer cumpleaños, o en el segundo, o en el tercero…

Ha pasado tanto tiempo, y ahora debo excusarme por última vez por no haber podido ser consecuente contigo y conmigo, por haber extendido demasiado mis plazos.

Hijo, las fuerzas se me han acabado. Todo cuanto fue mío ahora es tuyo, muestra de la sinceridad de mis palabras es el giro bancario que encontrarás en tu cuenta allá en Buenos Aires, producto de la venta de todas y cada una de mis pertenencias. Bueno, no de todas, algunas las he regalado al no encontrar comprador. A los conocidos les he dicho que me voy de viaje…

Te pido disculpas, la vida pesa y estoy muy cansado. Besos a mi nieto, que ya debe ser todo un colegial, y un abrazo fuerte a tu mujer.

Ahora me despido y te vuelvo a pedir disculpas por todo, pero más que nada por esta paternidad tan mediocre.

Con todo el cariño del mundo.

Tu padre.”


Se quedó sentado mirando esas últimas palabras durante un largo rato. “Con todo el cariño del mundo. Tu padre”. Se leía como la firma de un notario, como el final de un trámite del Registro Civil. Pero ya no importaba. De todas formas, él ya había decidido que esa sería la última carta que iba a leer. Por eso lo tenía claro, esa lágrima que le recorrió la mejilla no era de tristeza. Era de rabia. De impotencia. De esa frustración que te muerde el pecho cuando te das cuenta de que, después de todo, estaban ahí presentes como siempre las mismas tres malditas excusas: tiempo, dinero, prioridad.



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