CUENTO: LA PUERTA CORREDIZA

LA PUERTA CORREDIZA

Por: Sebastián Sacoto Arias S.


La noche era inusualmente fría y la humedad colgaba en el aire como una manta mojada, espesa y pegajosa, algo raro para esa época del año en las colinas de Same, en la costa ecuatoriana. La pequeña casa de playa estaba en silencio. Un silencio de esos que no son completamente mudos, sino llenos de ruidos. El murmullo lejano del mar, el chirrido de los grillos, el crujido ocasional de la madera cuando el calor del día se evapora de las paredes.

Era una casa de veraneo de las que son hechas en serie, tan parecidas entre sí que uno podía entrar borracho a la del vecino sin notarlo: madera clara, mucho blanco y la decoración sacada de un catálogo. A través de los ventanales que miraban a un Océano Pacífico envuelto en neblina, apenas oscurecida por las cortinas de lino, se filtraba la pálida reverberación de la luz de un poste lejano.

A las tres en punto de la madrugada, abrió los ojos. Lo sabía porque había visto el reloj digital parpadear con una luminosidad blanquecina y cansada sobre la cómoda.

Algo la había despertado.

Al principio pensó que era un sueño. Una pesadilla tal vez. O quizás el gemido lastimero del viento o el vaivén monótono de las olas. Pero entonces escuchó con nitidez una voz. Una voz infantil.

“Mami… mamá… ábreme. Mamita, me quedé afuera.”

La voz de su hijo.

No gritaba, sollozaba. Solo decía esas palabras. Bajito. Casi como si supiera que ella lo escucharía incluso desde el fondo del sueño.

La habitación tenía un penetrante olor a sal y a humedad. Se incorporó despacio, con una sensación extraña en el estómago —no miedo exactamente, más bien una especie de vacío afilado, como si algo le hubiera arrancado una parte y no se hubiese dado cuenta hasta ese momento. A su lado, su madre —la abuela del niño— dormía profundamente en la misma cama, la boca ligeramente abierta, una mano asomada fuera de la sábana.

Se puso las sandalias. No encendió la luz. No quería despertar a su madre. Y salió de la habitación como si una voluntad ajena a la suya la empujase. El suelo de la casa estaba completamente empapado, y ella no atinaba a comprender por qué sus pies chapoteaban y resbalaban al pisar la cerámica.

Salió por un corredor, cruzó la sala y allí estaba.

Su hijo.

Su hijo de cinco años. De pie, afuera, en pijama. Con los piececitos descalzos sobre el piso húmedo, tiritando y llorando, tras una puerta corrediza de vidrio que daba al patio, donde estaban el jardín y la piscina. Su manita temblorosa tocaba el cristal con insistencia.

“Mamita… ábreme. Déjame entrar...”

La primera reacción fue automática. Instinto. Se acercó a quitar el seguro de la puerta corrediza, sintiendo que el aire le apretaba la garganta como un puño frío.

Pero se detuvo.

Aún estaba adormilada, pero no entendía por qué no escuchó la puerta abrirse. Estaba segura de haber cerrado con seguro la puerta principal y la del jardín antes de acostarse.

—¿Cómo saliste, mi amor? —preguntó.

El niño no respondió. Solo la miraba con esos ojos grandes y tristes, con los cabellos enmarañados y el pijama empapado en la bruma que también cubría la playa que retumbaba al fondo.

Sentía que la sensación en su estómago se había vuelto un hueco enorme. Volvió a mirar el seguro. Lo tocó. Estaba firme. ¿Lo había cerrado antes de acostarse? ¿Seguro? Más que seguro. Tenía la manía de, una vez que se acostaba en la cama, levantarse y revisar una vez más antes de dormir.

Se quedó de pie, mirando al niño en silencio, en la casa a oscuras.

“Mamita... por favor...”

Volvió la mirada al cuarto donde el niño debía estar durmiendo.

Sin decir una palabra caminó rápido, sin correr, casi conteniendo la respiración.

Abrió la puerta.

El niño estaba allí.

Dormido profundamente.

En su cama.

Tapado hasta el pecho, abrazado al león de peluche que lo acompañaba en todos los viajes. Respirando con tranquilidad.

Se le aflojaron las piernas. Apoyó la mano en el marco de la puerta. Se quedó allí unos segundos, intentando entender qué demonios estaba pasando. ¿Aún estaba dormida? Y se dio una pequeña cachetada en el rostro para despabilarse.

Entonces volvió a la sala. A la puerta corrediza.

El niño seguía allí.

Pero algo había cambiado.

Ya no golpeaba el vidrio de la puerta. Ya no lloraba. No temblaba. Solo estaba de pie. Mirándola. Su boca dibujaba una sonrisa apenas insinuada.

No se movía. Ni un centímetro.

—No eres mi hijo —susurró. Lo dijo con pavor, desde el fondo de su ser. Como si las palabras hubiesen estado esperando desde antes de que ella supiera lo que pensaba.

Y fue como si esas palabras lo activaran.

“Mamita…” —dijo aquello— “tengo frío…”

Pero ya no sonaba como antes.

Era la voz de su hijo… pero no era su voz.

Era más grave, más densa. Como si alguien —algo— intentara imitar su tono, su timbre, pero se le escurría algo viejo, algo roto, algo… equivocado. 

Ella retrocedió un paso. Luego otro. Giró con desesperación y corrió, casi cayendo, los pies resbalando por el piso mojado mientras avanzaba a las habitaciones.

Abrió la puerta del cuarto de su hijo, lo sacó de la cama dormido y lo cargó entre murmullos histéricos hasta la otra habitación, donde lo acostó junto a su abuela. Cerró la puerta, trabó la cerradura y la trancó con lo primero que encontró: una silla de mimbre. Se metió en la cama con los pies mojados.

—Mamá —susurró con la voz quebrada, sacudiendo a su madre y esquivando a su hijo acostado en medio—. Mamá, despierta.

—¿Qué pasa? —murmuró la señora, sin abrir del todo los ojos.

—Reza conmigo. Por favor.

—¿Qué…?

—Solo reza. Reza.

En la penumbra, ella cerró los ojos, mientras sus pensamientos comenzaban a enredarse entre sí. Su madre, sin entender nada, se contagió inmediatamente del terror que evidentemente la embargaba. Y comenzaron. Susurrando Padrenuestros. Uno tras otro, atropellados, con la respiración entrecortada. No importaba si los decían bien. Solo querían llenarse la boca con algo que las protegiera.

Y, como pasa a veces, el agotamiento pudo más que el miedo. Se durmieron. O fingieron dormir hasta que el sueño las venció.

Sin embargo, la mujer despertó poco antes del amanecer, cuando las sombras no terminan de morir. La brisa seguía allí, los ronquidos de su madre, el calor de su hijo al lado. Todo estaba bien. ¿Había sido una pesadilla? Tal vez. Pero sentía claramente sus pies mojados.

Entonces un olor a sal y humedad invadió la habitación, como si el océano se hubiera colado por las paredes… y la escuchó.

La voz.

Casi igual a la de su hijo, pero arrastrando siglos de eco.

“Mamá… ya entré.”




Comentarios

  1. Estaba almorzando cuando llegó el cuento, y lo leí mientras comía; casi me atraganto con el final porque no me lo esperaba; mientras tragaba espiaba por sobre mi hombro, por siaca se me aparece el guagua.

    Muy bueno, los finales inesperados son lo mejor.
    Se felicita al autor.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario