CUENTO: EL ÚLTIMO EN SALIR

 EL ÚLTIMO EN SALIR

Por: Sebastián Sacoto Arias S.


A él no le hacía gracia estar en ese lugar. En realidad, le parecía todo una puesta en escena de mal gusto. La sala, con sus cojines esparcidos por el suelo, olía a incienso rancio y se escuchaba el cuchicheo de desconocidos que se sentían especiales por caminar con los pies descalzos sobre la alfombra. Una luz tenue caía desde un tragaluz a medio limpiar y se filtraba por las ventanas que estaban cerradas, mientras el sol aún doraba las fachadas de bancos, restaurantes y oficinas repletas de empleados y burócratas en el barrio de La Mariscal. Afuera, los bocinazos de buses y taxis se cruzaban como insultos, componiendo la banda sonora inevitable del centro norte de Quito.

Se sentó al fondo, en un rincón, contra la pared. Nadie pareció notarlo, como siempre. Los demás se acomodaron en los cojines en un círculo, como en los grupos de Alcohólicos Anónimos. En el centro, un hombre flaco, alto y con barba recortada llamado Jorge daba instrucciones. Llevaba una camisa de lino blanco con mandalas bordados.

El “constelador” —así se hacía llamar—, era un tipo de esos que no sólo hablan más de lo que saben, sino que parecen profundamente enamorados de su propia voz. Y se dedicó un rato largo a divagar con teatralidad sobre la energía, el campo cuántico, el alma familiar, la sanación... Cada frase suya provocaba un murmullo automático de aprobación de los asistentes. Menos de él, aunque nadie lo notase, que se sentía muy incómodo y no sabía bien cómo reaccionar.

Eran quince personas en total. Los contó desde su rincón, aunque uno llegó tarde y otro se fue al baño durante casi toda la sesión. Jorge, el constelador, les preguntaba qué querían “constelar”, qué iban a “trabajar”, decía cosas como “vamos a permitir que el campo nos muestre lo que quiere revelarse” y comenzaban a elegir quienes representarían padres, madres, abuelas, esposos, traumas… Todo era bastante extraño. A decir verdad, a él le parecía el ensayo de una obra de teatro de aficionados. Además, ¿qué tenía que ver que no puedas mantener relaciones sexuales con el aborto espontáneo de la bisabuela? Pero ya estaba ahí, así que decidió quedarse hasta el final y ver qué pasaba.

El constelador y el “paciente” de turno estaban a un lado. Los demás, indistintamente, se paraban e ingresaban al centro de la habitación, cada uno en su papel. Uno decía: “Siento frío”. Otro: “Me duele la espalda cuando me acerco”. Otro más: “No sé por qué, pero no puedo mirarte”. El “saber del cuerpo” decía el constelador. Que repetía, como si fuesen conjuros: “reconócelo”, “devuélvele su lugar”, “no es tuyo este destino”. Muchos lloraban, se abrazaban, agradecían, decían estar aliviados.

Él se mantenía en su rincón, un poco espantado, pensando que aquello era el escenario perfecto para un brote psicótico. Observaba a los asistentes regodearse, como si se creyeran elegidos, iluminados por el simple hecho de estar ahí. Y no pudo evitar recordar con sorna lo que había leído alguna vez en la Biblia: que a todos —buenos o malos, puros o impuros— les espera lo mismo.  Que la vida absurda a la que Dios nos arrojó como en un chiste cruel, debe vivirse mientras se pueda. Porque los vivos, al menos, saben que van a morir. Pero los muertos… los muertos no saben nada. No esperan nada. Solo se hunden, lenta e irreversiblemente, en el olvido.

Para terminar, le tocó su turno a Darío, el único al que conocía de todos los que estaban en ese lugar. Tenía veinticinco años, el rostro tenso y la mirada baja. No había participado de las otras constelaciones, sino que se había mantenido sentado en su cojín observando lo que sucedía, como él mismo desde el rincón. Tenía el pelo corto, la camisa de cuadros metida a medias en un pantalón jean demasiado gastado. Su paso era inseguro, como los que no saben si quieren estar ahí.

El constelador inmediatamente le pidió que se presentara. Dijo su nombre, edad, unas cosas sobre sus padres, como si estuviese llenando un formulario invisible. Y luego, como sin querer hacerlo, espetó:

—Tuve un hermano mayor. Murió cuando tenía diecisiete años, dos años antes de que yo naciera. Y pues no lo conocí. Se llamaba Fernando.

Una mujer al fondo soltó un “oh” exagerado mientras encendía otro incienso. El constelador asintió con gravedad, dijo con voz nasal y pausada “vamos a trabajar eso” y pidió que se representara a la familia. Darío eligió dos personas al azar. Una mujer para la madre y un hombre para el padre. Luego señaló en dirección a un joven que estaba en el círculo y dijo:

—Tú, tú representa a Fernando.

El muchacho se paró de un salto de su cojín, resopló y dio un paso adelante, a lo que el constelador asintió. Y el joven se recostó en el centro, en silencio, junto al padre y la madre ficticios.

Primero Darío habló con quien interpretaba a su madre, luego con quien interpretaba a su padre. Todo mientras la concurrencia se emocionaba y el constelador le decía qué decir y cómo hablarles con gestos suaves. Darío lloraba. Dijo cosas sobre sentirse pequeño, comparado, poco…

Sin embargo, para él fue muy extraño, la voz de Darío parecía arrastrarse en sus oídos como insectos invisibles y sintió una presión en el pecho, como una mano interna que lo apretaba con fuerza. Era un estremecimiento tan violento que tenía una sensación rara, que casi no recordaba, como si fuese a vomitar.

Finalmente, Darío se puso frente al muchacho que representaba a su hermano y lo miró:

—Nunca pude alcanzarte —le dijo—. Fuiste el hijo perfecto. Que eras bueno en todo. Que no dabas problemas. Que eras brillante. Yo vine después. Y siempre tuve que ser tú. Porque eso querían nuestros padres, que para mí eran casi como mis abuelos.

Él observaba en silencio desde el rincón, pero en ese punto la incredulidad sobre la situación comenzó a ceder. La sensación era como si algo hubiese… vibrado en el lugar. No sabía explicarlo. Como si el aire se hubiese vuelto más denso. Los sonidos se apagaron un poco, eran más lejanos. Los cuerpos parecían moverse más lento. Esa frase lo había atravesado hasta lo más profundo: “Y siempre tuve que ser tú.”

—Nunca me sentí suficiente —dijo Darío con la voz quebrada—. Hermano, no soy tú y ya no quiero intentar serlo. Nunca voy a ser mejor que alguien que ya ni siquiera puede equivocarse.

El joven que representaba al hermano de Darío no decía nada y se mantenía recostado, con un gesto vacío, pero una mujer del grupo empezó a llorar estrepitosamente. Luego una segunda. Luego una tercera. Hubo una pequeña pausa para intentar consolarlas y darles agua para que se calmen. El ambiente se sentía genuinamente tenso y la tristeza casi podía sostenerse con las manos. Todos se iban quebrando y parecía que nada podía hacerse al respecto. Mientras el constelador murmuró algo sobre liberar cargas familiares, sobre devolver destinos.

Mientras todo esto sucedía, él estaba estupefacto. Sentado en el rincón sintió un tirón, como quien responde a un eco que nunca oyó con los oídos, pero que lo reclamaba, como si una palabra oculta en esa habitación estuviera destinada a salir por su boca, a la fuerza. Como si tuviese que pedir la palabra lo antes posible y dejarla salir para no reventar. En tanto el constelador y algunos otros comenzaron a moverse en torno a Darío. Lo abrazaban, lloraban con él.

Sin embargo, todo se fue apaciguando. La sesión terminó. La gente se puso de pie. Comentaban lo “profundo” que había sido todo. Se abrazaban. Otros se retiraban en silencio. Jorge, el constelador, agradeció con solemnidad impostada y las palmas juntas.

Él se mantuvo en el mismo sitio, contra la pared. Para su alivio, la sensación que lo había invadido se fue desvaneciendo. Y nadie pareció notarlo ahí.

Darío se quedó un poco más, solo, sentado en el centro de la sala como si no supiera si marcharse o no. Hasta que Jorge le tocó el hombro y le susurró algo al oído. Luego se levantó, recogió sus cosas y salió.

Él realmente había querido decirle algo a Darío, simplemente dejar salir eso que tenía atorado en la garganta, pero no le salía la voz. Así era siempre. Entonces, una vez que lo vio marcharse, también se dispuso a irse. Cruzó el espacio vacío, pasando por sobre los cojines abandonados y tazas de té. Y en la puerta, giró la cabeza por última vez. Jorge estaba apagando las luces y no notó que le pasó por al lado.

Fue al pasillo. Era de noche. Se preguntó, ¿en qué momento anocheció? ¿Cuánto tiempo llevaba ahí, realmente? Llegó hasta la puerta de calle. La Avenida Amazonas seguía viva, con sus buses y taxis chillones, con semáforos fallando, viento frío y vendedores ambulantes en cada esquina intentando abrigarse.

Vio a Darío alejarse mientras caminaba cabizbajo por la calle a una cuadra de distancia, y pensó en seguirlo, acercarse, intentar tocarlo o decirle algo, pero finalmente tomó la dirección opuesta. Mejor cada uno por su lado.

Avanzó y se detuvo frente al vidrio ennegrecido de un almacén con las luces apagadas que tenía un sello enorme de “CLAUSURADO”. Quiso hacer el ejercicio de siempre, a ver si hoy algo cambiaba. Se miró, pero no había reflejo.

Lo mismo. Siempre lo mismo.

Fernando hizo una mueca, o supuso que la había hecho, porque no pudo verla. No había rostro que le confirmara nada. Lo sabía, no pertenecía al tiempo de los vivos, ni al espacio de los muertos. Entonces giró, sin apuro, y se fue flotando una vez más hacia ningún lugar, hasta alejarse de ahí.



Comentarios

  1. Es interesante ver cómo se desarrolla la historia, tiene un enfoque bastante original.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario