CUENTO: LA LLAVE
LA LLAVE
Por: Sebastián Sacoto Arias S.
La preparación del brebaje comenzó mucho antes de que llegasen los invitados. El chamán —un anciano robusto, de rostro y manos curtidos por el viento seco de las laderas del volcán Cotacachi— había recogido los tallos carnosos del cactus San Pedro al amanecer ecuatorial, cuando el mundo todavía está vibrando entre lo que fue sueño y lo que empieza a ser realidad. Porque él sabía que, si cortas el San Pedro a la hora equivocada, no responde igual. Que te muestra cosas, sí… pero turbias, rencorosas. Como si el cactus, al sentirse irrespetado, decidiera revelarte no lo divino, sino lo que se pudre debajo.
Por eso, el anciano cortó al amanecer las secciones verdes. Cada verano, esas ceremonias se habían vuelto su principal actividad económica y debía cuidar a quienes lo visitaban. Debía procurar, en la medida de lo posible, “buenos viajes”.
Luego rebanó las partes en tiras más pequeñas que coció durante horas —diez, tal vez doce— en una olla de aluminio ennegrecida. El vapor olía a tierra hervida. Mientras removía el líquido espeso y amarillento, entonaba cantos en quichua. El resultado fue un concentrado denso, cargado de mezcalina, para limpiar el alma, para curar, para reconectar con lo sagrado. La llave que se esconde dentro del cactus. Una llave que puede abrir puertas o cerrar jaulas.
Siete personas acudieron en ayunas a la casona campestre del chamán al día siguiente, cuando apenas se había hecho de noche. Llegaron prácticamente al mismo tiempo, justo a la hora pactada, aunque venían de distintos rincones del país. Fueron apagando los motores y dejando sus vehículos sobre el descampado de tierra junto a la entrada. No se conocían. Nadie hablaba mucho. Ni siquiera se miraban a los ojos. Simplemente cruzaron el portón de madera y entraron en la casa como fueron llegando.
Todos arrastraban su propia historia: un hombre al borde del suicidio, una mujer con la mirada vaciada por la pérdida, un joven con las manos temblorosas por una culpa que ni siquiera se atrevía a nombrar, una profesora jubilada vestida como para un velorio, una pareja de veinteañeros que nadie sabía si eran hermanos, novios o dos vagabundos que se encontraron esa tarde en el camino, pero que no podían sostenerse la mirada el uno al otro. Y, entre ellos, un joven filósofo ibarreño que había estudiado en la Universidad Católica y ahora vivía en Quito, donde trabajaba dando clases mal pagadas, corrigiendo ensayos mediocres y escribiendo pensamientos que nadie leía. Era un muchacho correcto, clasemediero y un tanto snob, de esos que han leído más de lo que han vivido, y que esconden su inseguridad tras una cita de Nietzsche o Heidegger.
Según él, ya había leído todo lo necesario. Las escrituras y textos sagrados de cuanta religión pudo rastrear: monoteístas, politeístas, sincréticas o esotéricas. Había entrado en templos católicos y cristianos, sinagogas, mezquitas y wakanas andinas. Discutió con sacerdotes, pastores, rabinos, sanadores y brujos. Observó todo tipo de ceremonias religiosas. Se había entregado al estudio de la religión comparada. Pero las dudas seguían ahí. Incólumes. Así que decidió tener un enfoque más… práctico. Por eso él, que había hecho de los libros su refugio y su espejo, esperaba desde hacía tiempo esa noche con una mezcla de expectación y vértigo.
El chamán no dijo ni una palabra cuando entraron todos. Solamente se mantuvo ahí, de pie unos momentos, examinándolos. Era pequeño y regordete, con la piel de un tono terroso, los labios gruesos y el cabello cano recogido en una trenza tupida que le caía por la espalda. Usaba ropa blanca y un largo collar de semillas de huayruro le colgaba sobre su pecho.
Después levantó una mano callosa y señaló la amplia sala de aquella casa rústica que olía a madera antigua, lana húmeda, tabaco y alcohol. Se sentía como si el aire llevara mucho tiempo sin renovarse del todo. En el centro, dispuesto con indispensable precisión ritual, había un círculo de cojines descoloridos alrededor de una fogata aún sin prender. Cada puesto tenía una manta doblada: algunas eran de alpaca, otras parecían de lana tejida a mano; todas olían a humo y sudor seco. Junto a cada manta, un paquete de fundas plásticas: para los “alivios” —explicó el chamán—, los vómitos que les iban a permitir expulsar las energías negativas, las enfermedades, lo que ya no debía quedarse. Fundas plásticas que, una vez llenas, debían ser enterradas con su propio ritual al día siguiente para que lo malo no regresara.
El fuego sería encendido más tarde, cuando comenzara el “viaje”, y debía arder sin apagarse hasta que la noche cediera con la llegada del sol. El chamán lo cuidaría. Esa era una de sus tareas: mantener la llama viva. La otra: vigilar las mentes, cuidar los cuerpos, mantener la cordura cerca. Él iba a cantar, toda la noche, sin descanso. Un canto bajo, de esos que parecen venir más del estómago que de la garganta. Primero para invocar. Luego para acompañar, contener y protegerlos en la travesía.
Sobre una roca plana, como un altar improvisado, descansaba una botella verde y opaca, de vidrio grueso, con el cuello envuelto con un pañuelo rojo. Dentro, el brebaje, la medicina, el San Pedro.
La ceremonia duraría doce horas exactas. De ocho de la noche a ocho de la mañana. Y el chamán iniciaría invocando a la Pachamama, a los abuelos, los espíritus protectores, y pidiendo permiso para realizar la ceremonia.
Así, el chamán encendió la fogata, apagó las luces y le fue ofreciendo el preparado de San Pedro a los participantes, ya sentados en sus cojines, en silencio y recogimiento. Al beber, cada uno debía formular su intención, hacer una pregunta o expresar el motivo por el cual participaba de la ceremonia. No en voz alta. No era para el grupo, ni para el chamán. Era algo íntimo. Era para uno mismo. Un propósito murmurado hacia adentro. Porque cada participante iba a abrir una puerta distinta… sin saber qué iba a encontrar o cuál sería su respuesta.
El joven filósofo había escuchado las instrucciones. Había asentido con la cabeza como todos los demás. Pero mientras los otros pensaban en sanar, en perdonar, en dejar atrás a sus muertos, él sostuvo su duda como quien sostiene una navaja afilada en la mano.
Él preguntó por Dios.
Sin adornos. Sin eufemismos. Como quien golpea una puerta cerrada con los puños intentando abrirla a la fuerza. Inquirió: “Dios, si existes, manifiéstate. Pero no a través de símbolos o ángeles o la Virgen o Cristo. Manifiéstate y explícate.”
Sonaba a desafío o arrogancia, pero realmente lo pensó como una súplica. Aunque también había algo de soberbia en su pedido. De ese tipo de orgullo fino, de rebeldía, que se disfraza de sed de verdad. Tal vez por eso no pudo evitar pensar en la contemplación extática de San Agustín en Ostia. O la experiencia mística de Santo Tomás en Nápoles. Pero trató de enfocarse y volvió su atención a las palabras del chamán, que había comenzado a hablar:
—La medicina no da respuestas —dijo como entre dientes—. Solo muestra. Lo que veas es tuyo.
El fuego crujía como si anunciara lo que se venía. El líquido era amargo, grueso como baba de sapo, y al bajar por la garganta dejaba un calor que no era calor, sino algo parecido a una campanada grave resonando dentro del pecho. Esto, mientras el chamán les soplaba tabaco con alcohol, para hacer una ofrenda, para limpiarlos.
Luego el anciano se sentó y les advirtió, con una seriedad que no dejaba espacio para preguntas, que bajo ninguna circunstancia debía romperse el círculo. Ese era un espacio sagrado y de protección, una frontera invisible entre este mundo y todo aquello que no podemos percibir. El San Pedro, la medicina, era una llave que iba a abrir muchas puertas. Sí, cada uno abriría una. Podía dirigirse a la raíz luminosa del alma, a lo sagrado. O enfrentarlos a esa sombra, ese eco sin forma, que se agita en toda oscuridad. Romper el círculo —decía— era abrir grietas por donde podían colarse cosas que no todos están preparados para ver. El círculo contenía el viaje. Lo protegía.
Entonces comenzó a cantar acompañándose del golpeteo monótono del tambor. No alzaba la voz. No tenía necesidad. Su canto era un murmullo constante, como un río subterráneo corriendo por debajo del piso. Algunas frases eran en español, otras en quichua, otras más, ininteligibles. Todo destinado a despertar la medicina, a despertar al San Pedro.
Los estómagos de los participantes se quejaban, sonaban. Los cuerpos se aflojaban. Después vino el silencio. No el exterior, sino el de adentro. Una quietud espesa. Como el silencio que precede a los terremotos. Como si el universo contuviese el aliento. Entonces alguien comenzó a reír. No una risa feliz, sino una risa hueca, mecánica, sin cuerpo. Luego vomitó a los pies del fuego. Era el joven con las manos temblorosas, que llenó una funda de alivios hasta desbordarse. Y el filósofo juraría que vio salir algo más que bilis de esa boca: era algo negro, como alado, que se movía al trasluz dentro de la funda transparente, intentando salir de ella.
La noche se dobló sobre sí misma muchas veces. El joven filósofo tenía la sensación de que su percepción se superponía una y otra vez, haciéndose cada vez más pesada. El fuego parecía haberse hecho enorme y ardía con una intensidad que cegaba. Entre las llamas comenzó a ver cosas, seres, que se movían. Seres que no le producían temor, pero que lo observaban atentos, como si supiesen que había caído en una trampa y querían ver qué hacía ahora para salir de ella.
La experiencia que vino después no fue una visión. No fue un sueño. No hubo voz, ni aparición, ni luz resplandeciente. Fue algo que lo atravesó. Una presencia, una conciencia que apenas y podía rozar. Una certeza brutal, revelada, porque él no estaba concluyendo nada. Estaba extático. Esa Entidad Eterna —cuyos nombres humanos son insuficientes— estaba ahí. Dios. El Absoluto. El que Es. Siempre había estado ahí. Siempre estaba en todas partes. Solo que esa noche, por un segundo, posó levemente su atención sobre él. Apenas un roce, una sutil y levísima inclinación de la Conciencia Divina hacia su existencia. Pero con ese roce bastó.
No se presentó. No se explicó. Pero el filósofo supo, sin palabras, sin lógica, sin metáforas, que lo miraba. No con los ojos. No desde fuera. Desde dentro. Como si le inyectaran esa certeza directamente en el cerebro. Que, ante su pedido insolente, por piedad, la Deidad no revelaba su forma ni su esencia, para no aniquilarlo. Pero le iba a hacer participar de un pensamiento más “simple”. No sobre él. No sobre la humanidad. No sobre el mal o el bien. Sobre el color.
Sí. El color.
No el verde de los prados, el rojo de la sangre o el azul marino. El color en abstracto. Como entidad. Como principio que precedió a las formas en el estallido ubicuo de la luz. Esa herida abierta y vibrante en las entrañas de la oscuridad primordial, antes de toda categoría. Esa luz primera que separó lo que era de lo que no.
Lo que vio, si era posible usar ese verbo, o lo que se derramó sobre su entendimiento, fue que todo lo que existe es una especie de intersección entre dimensiones de color. No de materia o de tiempo. Colores como fuerzas vivas, no pigmentos. Rojo, azul, amarillo… No como los había aprendido en la escuela, sino como entidades autónomas, cada una vibrando con un ritmo propio. Y en el punto exacto donde estas dimensiones se encontraban, nacía un nuevo color. Y con él, un nuevo sonido. Y de ese sonido, emanaba otro color. Planos que se entrecruzaban, se entrelazaban: dimensiones cromáticas que engendraban sonidos, y sonidos que vibraban en formas lumínicas, como una sinfonía total e inaprensible. Como una reacción en cadena, sin fin, sin comienzo. Cada tono de color generaba un timbre, cada timbre una espiral de luces de colores que se desenroscaba en su cabeza, generando más sonidos, vibraciones, luz y ruido… lo que formaba el Ser.
El velo invisible había sido desgarrado. Sus ojos comenzaron a moverse de un lado a otro rápidamente y sin control, como si intentara seguir el movimiento de una coreografía imposible, mientras se desnudaban ante él los pilares de lo que es. Todo era pavorosa transparencia y profundidad al mismo tiempo. Las cosas que lo rodeaban —la gente, las piedras, incluso las palabras— se descomponían, se desplegaban como un mazo de cartas sobre una mesa invisible, permitiendo ver las cartas que antes estaban tapadas por la primera; y pudo verlas todas al mismo tiempo. Un abanico de estratos simultáneos que mostraba todas sus capas, sus rostros ocultos, sus sonidos secretos. El universo sí era una creación, hecha por miles de millones de pinceladas invisibles a nuestros ojos, cada pincelada con un acorde cromático entrelazado, una melodía que no podía ser escuchada por nuestros oídos. Era hermoso. Y era horrendo.
Sintió que su mente crujía. Literalmente. Como si estuviera a punto de astillarse. Como vidrio templado con una grieta que empieza a crecer. El crujido venía de lo más profundo de su ser, una fractura en la percepción que lo sacudía como un espasmo eléctrico. Sintió que miraba al mismo Sol de frente, pero sin párpados. Que se desvanecía. Que el cuerpo se le iba apagando. Suplicó al aire —a lo que fuera que lo estuviera escuchando— que lo sacaran de ahí. Pidió agua. Pidió perdón. Pidió que se detuviera. Como un niño que se acaba de lastimar gravemente por jugar con algo que no entiende cómo funciona.
Tras los alaridos volvió un poco en sí. Un poco. Vio hacia el chamán y quiso llamarlo. Quiso gritar su nombre —aunque en realidad no lo sabía—, pedirle ayuda, pedirle agua, algo. Pero el chamán ya no era el anciano regordete de mirada calma que los había recibido horas antes. Ahora era un enorme demonio, inmóvil, de cuernos largos, sentado en un trono de piedra que no estaba allí al inicio. Tenía un collar que ardía con un fuego que no era fuego, sino una hilera de ojos diminutos, rojos, parpadeando como brasas conscientes. Cantaba. Seguía cantando, pero sin mover la boca. Era una salmodia gutural, bajísima, como si el suelo mismo la murmurara. Y su mirada —la del demonio— estaba clavada en el fuego, sin parpadear, como si de su concentración dependiera que el mundo no colapsara del todo.
Sin pararse de su sitio, el filósofo giró la cabeza en todas direcciones buscando ayuda. El hombre que se quería suicidar ya no estaba. Su cojín seguía ahí, pero vacío. Su manta también, pero cubierta por los restos de una funda de alivios reventada. Una mezcla viscosa y negra la cubría, con vetas violáceas que se movían por sí solas, como lombrices ciegas. Pero nadie parecía notar su ausencia.
La mujer con los ojos vacíos, lloraba sin lágrimas y hacía ruidos animales, gruñidos entrecortados y chillidos, como si dentro de ella pelearan dos especies por usar su lengua. Tenía las uñas clavadas en el cuero cabelludo y un hilo de baba colgando de la boca entreabierta.
El joven tembloroso se había hecho piedra. Era una estatua humana con los dientes apretados. Su mandíbula crujía, por la presión, como si algo estuviese empujando desde el interior de su cuerpo, intentando salir, y él quisiese evitarlo.
La profesora jubilada tenía la piel de un tono gris azulado y su cabeza se veía descomunalmente grande. Susurraba nombres, uno tras otro, mientras se mecía adelante y atrás, adelante y atrás, con los ojos cerrados y una sonrisa que parecía arrancada de otro rostro.
Y los veinteañeros… eran como engranajes de un mecanismo infernal. Se turnaban para vomitar. Él tenía la arcada, pero era ella quien se doblaba y arrojaba líquido espeso, oscuro. Luego, la arcada le venía a ella y vomitaba él. No se hablaban. No se miraban. Pero sus cuerpos sabían lo que el otro necesitaba expulsar. Las fundas de alivios se acumulaban a su alrededor, hinchadas, como llenas de brea.
La ceremonia no se detuvo. Cada uno siguió como pudo, arrastrando sus visiones, su miedo, su cuerpo, hasta que finalmente el alba se alzó sobre el volcán Cotacachi, como una señal tenue, pero definitiva, de que la noche sí tenía fin. Por fortuna para el filósofo, Dios —si así podía llamarle— fue compasivo, y en su insondable misericordia, se detuvo antes de quebrarlo. Retiró su pensamiento y le dejó como enseñanza lo único que realmente podía comprender: su propia insignificancia.
Sin anuncio ni solemnidad alguna, los cantos y el tambor cesaron de golpe. Y lo que siguió fue una sensación generalizada de alivio, como si después de largo tiempo sumergidos, al fin pudiesen sacar la cabeza del agua y respirar. Lo peor había pasado. El mundo volvía a ser el viejo y mundano mundo.
Los participantes fueron saliendo del trance de a poco, como náufragos que tocan la costa sin saber en qué playa han caído. Las cosas internas comenzaban a calmarse, a encajar de nuevo, igual que las cosas externas: los cuerpos se enderezaban, las voces volvían. Entonces se dieron cuenta de que el chamán ya no estaba con ellos, se había ido. Nadie lo vio salir. Solo quedaban la manta arrugada, el tambor y el collar decorando su espacio vacío. Y faltaban otras dos personas del grupo. Un hombre y una mujer. El suicida y la de los ojos vacíos.
Se levantaron con las articulaciones adoloridas. Todo el lugar tenía un penetrante olor a vómito. Gritaron si había alguien más en la casa. Fueron caminando aún torpemente a la cocina y comenzaron a beber con fruición el agua que encontraron en la refrigeradora o directamente del grifo. Y comieron las galletas que estaban colocadas en varias fuentes de peltre en los mesones. Después, comenzaron a buscar al chamán y a los otros por la casona, abriendo las puertas de los cuartos.
El filósofo se separó del grupo y caminó tambaleante hacia el patio a buscar aire fresco y se tiró en el pasto que todavía estaba mojado por el rocío, como un borracho después de la última copa. El cielo estaba tan azul que dolía mirarlo. Entonces lo vio.
Las nubes comenzaron a moverse. Se arremolinaron lentamente hasta formar una figura. Una figura humana. Gigantesca, majestuosa. Un anciano barbudo, como las imágenes de las pinturas medievales. El coloso celeste lo miraba. Su tamaño abarcaba el cielo visible, como si lo real hubiese sido desplazado para dejar paso a la imagen. No le habló. No hizo gesto alguno. Solo estuvo allí.
Y el joven filósofo lo entendió.
No era Él, lo Innombrable. Era una metáfora, una alegoría viva ofrecida con ternura para su mente exhausta. Una piadosa traducción simbólica de lo inhumano, del Absoluto. Una máscara que Aquel se ponía para no desnudar lo intolerable.
Pero antes de que la imagen se disipara, levantó su mano apuntando al cielo y dijo:
“Al menos concédeme que la verdad no está en ninguna religión”.
No hubo respuesta. Pero tampoco hubo más imágenes, ni pensamientos insertados como clavos en su mente. Solo silencio. Y ese silencio fue respuesta suficiente. Porque ese silencio pareció un acuerdo.
Entonces, un grito agudo y desgarrado de mujer lo devolvió bruscamente al mundo real.
Era la profesora jubilada. La encontraron junto a los matorrales. Entre las hojas y el barro había descubierto el cuerpo del hombre, del suicida. Desnudo, lívido, con la boca y los ojos abiertos de par en par, en un gesto de espanto. Las venas dibujaban un mapa violáceo que trepaba por el cuello hasta la comisura de los labios. En su rictus, una mano reposaba en el pecho. La otra, permanecía crispada en el aire, como si hubiese tratado de detener algo que se le acercaba, pero que ya no estaba ahí.
La profesora volteó y entró a la casa caminando rápidamente, recogió sus cosas en silencio, se metió en su auto y desapareció sin mirar atrás. Nadie la detuvo. Los demás solo estuvieron de pie, contemplando el cadáver largo rato, con extraña serenidad, mientras las moscas bailaban sobre la boca del muerto. Era como si sus mentes no estuviesen ahí del todo.
Poco después, el filósofo llamó a la policía desde su celular. Mientras hablaba, los demás se marchaban cuan rápido podían hacerlo sin despedirse, sin dejar nombres. La policía llegó varias horas más tarde. El sol estaba en lo alto, pero no calentaba. El joven filósofo fue el único que se quedó esperando. Traían consigo a la mujer desaparecida. La habían hallado descalza, andando por un camino de tierra, a kilómetros de la casa. Llevaba las uñas cubiertas de costras y le faltaban mechones de pelo, porque había seguido escarbando su propio cuero cabelludo durante horas. No respondía. No entendía. No estaba.
Él filósofo intentó explicar lo que había pasado a los policías… o lo que creía que había pasado. O lo que podía recordar sin parecer un loco de manicomio. Y dijo lo mínimo, lo que no implicaba a nadie.
Cuando llegaron los del Servicio de Medicina Legal y se llevaron el cuerpo, a él lo subieron al patrullero junto a la mujer. Le pidieron los documentos. Le quitaron las llaves del automóvil. Ya no podía salir de ahí. Ahora sí estaba jodido.
Mientras el vehículo arrancaba, solo pensaba en la misma cosa una y otra vez: ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Pero no hubo respuestas. Ni siquiera después de lo que vio, eso que lo acompañaría el resto de su vida y que no podría dejar de ver, ni con los ojos cerrados. No había respuestas. Solo la intuición de que lo que tenía enfrente ahora —lo que pronto se cerraría con un clic metálico— era la puerta de una celda, sin llave alguna para abrirla, y con quién sabe qué sombras agitándose en su interior.
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