ANÁLISIS: LA DESAPARICIÓN DEL LEVIATÁN: SOBRE LA EXCLUSIÓN Y LA NUDA VIDA

LA DESAPARICIÓN DEL LEVIATÁN: SOBRE LA EXCLUSIÓN Y LA NUDA VIDA

Por: Sebastián Sacoto Arias S.

Un día, como sucede con las embarcaciones que zarpan de un puerto y se adentran en el mar, desvaneciéndose en el horizonte, el Leviatán, aquel ser que los ciudadanos más y menos informados habíamos condenado y desdeñado con fervor, comenzó a retirarse. Se fue en silencio, y nosotros, ciegos en nuestra arrogancia, ni siquiera nos dimos cuenta. Le llamamos monstruo, le señalamos como la causa última de nuestros males y le acusamos de habernos sometido a su opresión, de controlarnos, de limitar nuestras libertades, de estar constituido por estructuras que perpetúan la desigualdad, incapaz de garantizar nuestros derechos o satisfacer nuestras necesidades. Pero lo que no comprendimos fue que, en su torpeza, el Leviatán era el último vestigio de orden y cohesión, la estructura que sostenía, aunque precariamente, la posibilidad de nuestra sociedad, de nuestro proyecto en común.

Así, cuando se fueron las políticas, las instituciones y los funcionarios, dejaron al mamotreto cada vez más quebrantado e inútil, más cooptado por la corrupción e intereses cuestionables. Su retirada evidenció lo que el filósofo italiano Giorgio Agamben ha descrito con tanta precisión: el estado de excepción. Un espacio vacío, donde la ley, lejos de garantizar nuestra protección, se suspende, y con ella se suspenden también nuestras vidas. Y así, comenzamos a habitar ese lugar sin normas, sin estructura, donde el vacío jurídico devoraba los frágiles muros de nuestra sociedad. Los ciudadanos, antaño rebeldes y desafiantes, se encontraron, de repente, expuestos a una nueva forma de violencia, una violencia con mil rostros, omnipresente.

¿Qué fue del Soberano? Está cerca, muy cerca, son jóvenes con apenas 14 ó 15 años, paseando en shorts y chancletas, montados con ametralladoras y pistolas sobre una motocicleta, ungidos por el poder del narcotráfico y el crimen organizado transnacional, impartiendo su justicia atronadora y todopoderosa; eso sí, no un Soberano en el sentido clásico. No tienen la autoridad de un jefe de estado, pero sí ejercen el poder más primitivo: el poder sobre la vida y la muerte. Ellos son, en este vacío, el Soberano de facto, y sus armas son el único signo de autoridad que le queda a esta sociedad desmantelada. Aquí, la vida de cada uno de nosotros no tiene ya valor intrínseco, los enemigos somos todos, somos una transacción que se pierde sin dejar rastro, una vida desnuda que, como los cuerpos desmembrados que aparecen en cualquier esquina, se olvida tan rápido como el polvo que arrastra el viento.

En las ciencias sociales, se ha denominado anomia a la falta de normas o su degradación, un fenómeno que surge cuando las estructuras que regulan el comportamiento social se desintegran. El sociólogo francés Émile Durkheim advertía que la naturaleza humana, desprovista de límites, de normas que regulen sus deseos, puede volverse autodestructiva. Y esto es precisamente lo que ocurrió cuando el Leviatán comenzó a desaparecer: al perder el anclaje normativo que el Estado imponía, nos vimos expuestos a nuestras propias pasiones descontroladas. El orden, que alguna vez nos pareció represivo, se transformó en caos y violencia.

Lo que Durkheim comprendió es que, sin la autoridad que limita nuestras pasiones, la sociedad cae en un estado de anomia, donde las normas dejan de tener sentido para los individuos. La desigualdad inherente a las dinámicas del capitalismo, que antes estaba contenida dentro de un marco normativo, explota en una anomia que desintegra la cohesión social. En el desmantelamiento del Estado, muchos vieron la oportunidad de deshacerse de esas normas que consideraban injustas o ineficaces, o que se oponían a sus intereses. Pero lo que no comprendieron (o sí) es que, en ausencia de ese marco normativo, la libertad se convierte en su propio enemigo. Como Durkheim advertía, la anomia no solo destruye el orden, sino que también fragmenta al individuo, al dejarlo sin orientación en un mundo sin reglas.

El sociólogo estadounidense Robert K. Merton, por su parte, profundiza en la idea de que la anomia es el resultado de la disociación entre las aspiraciones de una sociedad y los medios disponibles para alcanzarlas. Cuando las expectativas se disparan, pero los medios para cumplirlas se ven frustrados, las normas sociales comienzan a desmoronarse. Lo que sigue es una ruptura en el tejido social que conduce a conductas antisociales, a la violencia y al crimen. Esto es exactamente lo que hemos visto en la desaparición del Estado: un espacio en el que las expectativas no pueden ser satisfechas, donde los individuos, sin un marco normativo, recurren a la violencia para alcanzar lo inalcanzable.

Así, en Ecuador, del vacío que dejó el Leviatán, lo que surgió no fue un nuevo horizonte de justicia, como pregonó el comunismo, el anarquismo, el liberalismo libertario, el globalismo radical o el indigenismo autonomista, sino la manifestación más cruda del poder soberano: el abandono absoluto. Ya no somos ciudadanos con derechos, sino que nos convertimos, todos sin excepción, en homo sacer. Como señaló Agamben, ese ser cuya vida, despojada de valor, se convierte en una existencia puramente biológica, una “nuda vida” expuesta al arbitrio del poder, de hecho, del poder de cualquier Soberano de facto. No hay ya mediación jurídica, solo cuerpos que se desplazan por los márgenes de una sociedad rota, desprotegidos y expuestos.

Lo que comenzó como una protesta justificada contra el Leviatán degeneró en un caos donde el estado de excepción se volvió la norma. Sin embargo, este no es el estado de excepción temporal que solía invocarse en situaciones de emergencia; es un estado permanente, un espacio sin retorno. En este nuevo orden de muerte, la ley ya no regula, sino que simplemente se retira. Y, con su retirada, dejamos de ser sujetos políticos para convertirnos en vidas desnudas, cuerpos sin derecho, cuya existencia está a merced de cualquier mano que empuñe un arma.

Al desmantelar al Leviatán, no comprendimos que lo que subyacía no era una liberación, sino la exclusión total del ámbito de lo jurídico. Le tuvimos tanto miedo al poder que nunca imaginamos que, en su ausencia, surgiría un vacío aún más aterrador. Un orden de muerte, donde la libertad (esa que decíamos que era poca) es verdaderamente una ilusión y cualquier vida puede ser exterminada por las razones más burdas. Y ahora, bajo esta nuda vida que nos rodea, ya no somos ciudadanos sino víctimas: somos, como los homo sacer que Agamben describe, existencias biológicas en un espacio que ha dejado de ser comunidad. Lo que queda no es más que una ilusión de libertad, una forma de vida sin valor político, sin ley, sin protección.

La paradoja que nos atormenta es que, al desear la desaparición del Estado, lo que hemos generado es un orden donde todos somos excluidos, donde nuestras vidas, despojadas de dignidad, se reducen a meros cuerpos. Hemos pasado de ser ciudadanos a ser cuerpos expuestos al peligro, vidas al margen, vidas que no tienen derecho a ser lloradas ni recordadas. Este es el destino del homo sacer: vivir en los márgenes del derecho, morir sin duelo, existir sin reconocimiento.

El homo sacer ha adquirido carne en nosotros, pero no en los márgenes del Estado, sino en el centro de una sociedad desmoronada. La libertad que reclamamos no era tal, sino una nuda vida perpetua, donde los límites entre la ley y la violencia, entre lo justo y lo injusto, se disuelven, y nosotros quedamos expuestos a la muerte, no como seres humanos, sino como existencias descartables. Hemos dejado de ser sujetos y nos hemos convertido en vidas expuestas al arbitrio de cualquiera. El Leviatán, aunque torpe y mutilado, era lo único que mantenía el frágil equilibrio de nuestra sociedad.


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LA DESAPARICIÓN DEL ESTADO: UNA REFLEXIÓN SOBRE LA EXCLUSIÓN Y LA VULNERABILIDAD


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