ANÁLISIS: ¿Y QUÉ ES LA CORRUPCIÓN? UN ANÁLISIS QUE NOS INTERPELA A TODOS
¿Y QUÉ ES LA
CORRUPCIÓN? UN ANÁLISIS QUE NOS INTERPELA A TODOS
Por: Sebastián Sacoto Arias S.
“Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé” es la frase con la que inicia el emblemático tango Cambalache de Enrique Santos Discépolo, capturando un sentimiento de resignación ante una problemática que atraviesa épocas y geografías: la corrupción. Ese mal omnipresente en nuestro mundo contemporáneo es un fenómeno que sorprende y estupefacta por su alcance y frecuencia tanto en el ámbito público como privado. Pero, ¿qué es entonces este monstruo que invocamos tan a menudo?
1. La raíz del problema: un mal que corroe desde adentro
La palabra corrupción proviene del latín corruptio, que significa
alteración o destrucción. De hecho, para la filosofía griega antigua, la
corrupción (phthorá) era la destrucción de la substancia, justamente lo
contrario a la generación (génesis). El propio Aristóteles la definió
como la “descomposición de la comunidad política”, y la representó como un
proceso que distorsiona las formas de gobierno hacia su opuesto negativo: la
monarquía en tiranía, la aristocracia en oligarquía y la democracia en
demagogia. Desde entonces, la corrupción ha sido personificada históricamente como
una enfermedad que contamina el cuerpo político, un cáncer que, al
metastatizarse, debilita la estructura social y erosiona la confianza
ciudadana.
En términos contemporáneos, la académica estadounidense Susan
Rose-Ackerman define esta plaga como “el uso indebido del poder público para
beneficio privado”, destacando cómo los incentivos económicos y la debilidad
institucional fomentan este fenómeno. Mientras que la Oficina de las Naciones
Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) define la corrupción como un
fenómeno social, político y económico complejo que afecta a todos los países del
mundo, cuya naturaleza multifacética ataca los cimientos de las instituciones
democráticas, distorsiona los procesos electorales, pervierte el estado de
derecho y crea obstáculos burocráticos cuya única razón de existir es la
solicitud de sobornos.
La corrupción, entendida como un fenómeno que ha acompañado a las
sociedades a lo largo de la historia, y se manifiesta en múltiples niveles y
dimensiones, implica en todos los casos una distorsión del poder que corroe
tanto el orden político como los principios éticos que sustentan las relaciones
sociales, generando una “descomposición de la comunidad política” que erosiona el
estado de derecho.
Si la corrupción fuese un monstruo mitológico se podría decir que tiene
muchas cabezas: el nepotismo, el clientelismo, el tráfico de influencias, el
soborno y, en su expresión más brutal, la violencia. Pero su rostro más
reconocible es quizás el mismo sistema político, que a menudo fomenta un
entorno donde el abuso de poder se convierte en norma. De ahí que el
estadounidense Robert Klitgaard, uno de los académicos más destacados en el
estudio de la corrupción, ofrece una de sus definiciones más conocidas,
expresada a través de una fórmula que simplifica las condiciones bajo las
cuales tiende a florecer: Corrupción = Monopolio + Discrecionalidad -
Rendición de Cuentas. Esta ecuación explica cómo la concentración de poder
sin controles efectivos crea un entorno fértil para el abuso.
La corrupción, entonces, no es un fenómeno aislado, sino es el resultado
de una interacción compleja de factores políticos, económicos y culturales. Pues
la cultura política también juega un papel determinante. Prácticas como el
nepotismo y el clientelismo no solo perpetúan la corrupción, sino que erosionan
la confianza ciudadana y consolidan estructuras de poder ilegítimas. Estas
dinámicas afectan tanto a las instituciones como a los ciudadanos, quienes se
ven atrapados en un sistema donde el acceso a servicios básicos y derechos
fundamentales está condicionado por redes informales en las que prima el
soborno y el tráfico de influencias. En este sentido, el abogado y economista
alemán Peter Eigen, fundador de Transparencia Internacional, enfatiza la
importancia de la transparencia y la rendición de cuentas como pilares en la
lucha contra la corrupción. Afirmando que la corrupción prospera en la opacidad
y cuando los sistemas de supervisión son débiles, y que combatirla requiere una
colaboración internacional sostenida y la participación activa de la sociedad
civil.
Ahora, siguiendo el marco conceptual de Klitgaard, para comprender cómo
funciona este fenómeno, debemos dividirlo en dos: la corrupción política y la
corrupción burocrática; las cuales difieren en los actores involucrados, los
niveles en los que operan y las consecuencias que generan dentro de un sistema
político y social.
La corrupción política ocurre en los niveles más altos del poder y está
relacionada con los encargados de elaborar, interpretar y decidir sobre
políticas públicas, leyes y normas. Este tipo de corrupción implica la
manipulación del sistema político para favorecer intereses privados en
detrimento del bien común. Mientras la corrupción burocrática opera en los
niveles medios y bajos de las instituciones públicas y está relacionada con los
funcionarios encargados de implementar y aplicar políticas públicas y servicios
cotidianos. Y se caracteriza por la búsqueda de ganancias personales en el
cumplimiento de funciones administrativas.
Sin embargo, aunque tienen diferencias claras, la corrupción política y
la burocrática están interrelacionadas y suelen coexistir. Pues la corrupción
política fomenta un sistema donde la corrupción burocrática se vuelve habitual.
Es decir, la corrupción política tiene un impacto más amplio y profundo, ya que
puede desmantelar las bases del sistema democrático. Mientras que la corrupción
burocrática afecta más directamente la vida cotidiana de los ciudadanos al
dificultar el acceso a servicios básicos. De ahí que la corrupción burocrática
crea frustración y descontento inmediato, mientras que la corrupción política
fomenta una percepción de desesperanza y desconfianza hacia las instituciones.
En conclusión, para abordar eficazmente el fenómeno de la corrupción, es
esencial distinguir entre estos dos tipos y diseñar estrategias específicas.
Mientras que la corrupción política requiere reformas estructurales y
transparencia en los altos niveles de poder, la corrupción burocrática demanda
simplificación administrativa, capacitación ética de los funcionarios y
mecanismos efectivos de supervisión. Ambos frentes deben ser atacados de manera
simultánea para garantizar un sistema verdaderamente íntegro y funcional.
Ahora bien, aunque suele asociarse con el sector público, la corrupción
también prospera en el ámbito privado. Muchas veces, este tipo de corrupción
surge de la presión por alcanzar metas financieras a cualquier costo, llevando
a una competencia desleal. Así, la corrupción distorsiona la competencia justa
y destruye la confianza en los mercados. La ausencia de controles internos
robustos y una ética empresarial débil permiten que estas prácticas se
arraiguen y prosperen.
Además, aunque ocurre en el ámbito privado, este tipo de corrupción está profundamente interconectada con la pública, creando un ecosistema de prácticas corruptas que se retroalimentan. Un ejemplo claro es la financiación ilícita de campañas políticas por parte de empresas privadas, lo que asegura beneficios futuros a través de contratos públicos opacos. Esta simbiosis no solo distorsiona los mercados, sino que también refuerza las desigualdades estructurales y mina la confianza ciudadana.
2. Impactos devastadores: una sombra sobre el desarrollo
Cuando terminaba el siglo XX, Daniel Kaufmann, quien fuese director del
Instituto del Banco Mundial (BM), señaló que, además de ser un “impuesto oculto”
que incrementa el costo de las inversiones hasta en un 20% en países “relativamente”
corruptos, la corrupción tiene un impacto devastador en el desarrollo económico
y social. Genera desempleo, reduce la capacidad estatal de brindar servicios
básicos y profundiza la desigualdad estructural. De hecho, a pesar de
iniciativas internacionales como la Convención de las Naciones Unidas contra la
Corrupción del 2003, esta sigue siendo un fenómeno global que afecta a todas
las sociedades, como lo evidencian las alarmantes cifras de sobornos y
transferencias ilícitas que alcanzaron 1 billón de dólares anuales en 2004,
según UNODC, y 2,6 billones en 2014, según el BM. Estos datos subrayan que la
corrupción ha trascendido las fronteras, convirtiéndose en un desafío
transnacional que socava la legitimidad de los gobiernos, el imperio de la ley
y el progreso económico mundial. Pues la corrupción no solo corroe la moral
social, sino que también drena recursos vitales para el desarrollo económico.
De esta forma, las consecuencias de la corrupción son profundas y
variadas. Pues desvirtúa el propósito del servicio público, transformando el
poder en un instrumento de opresión en lugar de un mecanismo de bienestar
común. Ya que los recursos esenciales que deberían destinarse a servicios
públicos terminan desviados, afectando directamente a la población más
vulnerable.
De ahí que, al volverse sistémica, la corrupción altera los incentivos,
debilita las instituciones y genera una redistribución inequitativa de la
riqueza y el poder, paralizando el desarrollo económico y político. Por tanto:
cuanto mayor corrupción, menor desarrollo, pero al mismo tiempo, cuanto menor
desarrollo, mayor corrupción.
Además, como lo señala el escritor y académico chileno José Leandro
Urbina, la corrupción tiene un impacto simbólico devastador, pues la percepción
de que los sistemas son incapaces de actuar contra los corruptos genera una
cultura de desesperanza que erosiona la cohesión social. Este debilitamiento
del tejido social dificulta la movilización ciudadana, consolidando un ciclo de
apatía y desconfianza que favorece la persistencia de prácticas corruptas. Pues,
si algo debemos tener claro, es que corrupción individual y corrupción
institucional son las dos caras de una misma moneda.
De esta forma, como ya se anotó, se comprende que este azote no sea una particularidad del sector público, sino que también se produzca en el ámbito privado, donde la corrupción mina la competencia justa y reduce la calidad e innovación. Pues las empresas corruptas pueden obtener ventajas a corto plazo, pero a largo plazo, la economía sufre, arrastrando consigo la moral empresarial y la confianza del consumidor. La corrupción también puede llevar a un entorno de negocios volátil y poco atractivo para la inversión extranjera, impactando negativamente en el crecimiento económico y el desarrollo sostenible.
3. Índice de Percepción de la Corrupción: el caso Ecuador
Ecuador ha enfrentado desafíos significativos en la lucha contra la corrupción. Según el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de Transparencia Internacional, que mide los niveles percibidos de corrupción en el sector público, donde la valoración de cero (0) implica un país muy corrupto y cien (100) un país muy transparente; Ecuador ha ocupado las siguientes posiciones y puntuaciones en los últimos años entre los 180 países evaluados:
- 2020: Puesto 92 con una puntuación de 39/100.
- 2021: Puesto 105 con una puntuación de 36/100.
- 2022: Puesto 102 con una puntuación de 38/100.
- 2023: Puesto 94 con una puntuación de 39/100.
- 2024: Puesto 101 con una puntuación de 37/100.
Estos datos reflejan una percepción persistentemente negativa de la corrupción en el país. Las bajas puntuaciones indican una percepción de corrupción generalizada, afectando tanto la confianza en las instituciones como el ambiente de negocios. No obstante, los datos del Índice de Percepción de la Corrupción no solo reflejan los niveles de corrupción percibidos, sino también una peligrosa normalización de estas prácticas. Por ejemplo, hace más de un lustro, en las conclusiones a las que llegó el estudio del proyecto de investigación Barómetro de las Américas, titulado “Cultura política de la democracia en Ecuador y en las Américas 2018/19: tomándole el pulso a la democracia”, se establecía que si bien los ecuatorianos sienten que la corrupción en la política es generalizada y admiten haber sido afectados por alguna forma de inmoralidad, Ecuador es el cuarto país que más tolera la corrupción en América Latina y el Caribe.
El estudio mostró que en ese momento el 88,1% de los encuestados creía que por lo menos la mitad de los políticos estaban involucrados en actos de corrupción; e incluso que el 31,5% opinaba que todos son corruptos. Pero, paradójicamente, el estudio también señalaba que uno de cada cuatro ecuatorianos consideraba que: “como están las cosas a veces es justificable” el pago de un soborno. Es decir, los ciudadanos aceptan la corrupción a nivel personal, aunque la critiquen a nivel colectivo, si esto implica satisfacer sus necesidades. De ahí que no llame la atención que en nuestro país (aunque es una realidad compartida con muchos países) gobernantes que han sido acusados, investigados o incluso condenados por actos de corrupción, puedan seguir participando y ganando elecciones, contando con apoyo popular. Pues, en contextos donde la corrupción se percibe como una constante, la impunidad se convierte en un valor cultural, esa que Discépolo tan bien describía al decir: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. Todo es igual… Nada es mejor…”. De ahí que es fundamental, entonces, atacar no solo las prácticas corruptas, sino también los imaginarios que las legitiman.
4. Encerrados
en un círculo vicioso: corrupción, narcotráfico y violencia en Latinoamérica y
Ecuador
En el intrincado tejido
social y político de Latinoamérica, la corrupción se presenta como el nexo
entre el narcotráfico y la violencia, dos fenómenos que se retroalimentan en un
círculo vicioso de inestabilidad y desgobierno. Según la Organización
Internacional de Policía Criminal (INTERPOL), la corrupción socava la
estabilidad política, social y económica de los países, creando un ambiente
propicio para actividades delictivas como la delincuencia organizada y el
terrorismo. Lo que evidencia que la lucha contra la corrupción debe abordarse
de manera integral, considerando sus interconexiones con otras problemáticas
sociales.
En la región, la
corrupción es una herramienta clave para el crimen organizado, como lo señala
el teórico mexicano Jorge Chabat. Pues los cárteles se infiltran en
instituciones esenciales, como la policía y el sistema judicial, utilizando
sobornos y amenazas para garantizar la protección de sus rutas de tráfico,
liberar a miembros detenidos y acceder a información sobre operativos. Este
modus operandi fomenta un clima de impunidad, debilitando la capacidad estatal
para actuar de manera efectiva contra el narcotráfico y sus redes de violencia.
El narcotráfico, una de
las actividades ilícitas más lucrativas del mundo, depende de esta complicidad
institucional para maximizar su rentabilidad. Además, financia campañas
políticas de autoridades de distintos niveles, asegurando el ascenso de figuras
públicas que faciliten sus operaciones. Este ciclo de corrupción y
narcopolítica no solo perpetúa la impunidad, sino que también distorsiona las economías
formales a través del lavado de dinero en empresas fachada y transacciones
inmobiliarias, como ha ocurrido en Ecuador.
El impacto más visible
del narcotráfico en la región es la violencia extrema. Los Grupos de
Delincuencia Organizada (GDO) emplean la violencia para controlar territorios
estratégicos, intimidar a la población y eliminar la competencia.
Enfrentamientos entre bandas rivales resultan en innumerables muertes,
desplazamientos forzados y un debilitamiento profundo del estado de derecho. De
igual forma, los grupos armados recurren a la intimidación de funcionarios
públicos, periodistas y activistas, creando un clima de miedo que paraliza
cualquier intento de resistencia.
El narcotráfico no solo
ha transformado la dinámica de la región, sino que ha tenido un impacto devastador
en Ecuador, un país que alguna vez fue considerado una “isla de paz”. Su
ubicación estratégica entre Colombia y Perú, los mayores productores de cocaína
del mundo, lo ha convertido en un corredor clave para el tráfico de drogas
hacia Norteamérica y Europa. Este cambio comenzó en 2016, cuando dos eventos
clave marcaron un antes y un después para el país: el primero, la extradición
de Joaquín “El Chapo” Guzmán, que desestabilizó al Cártel de Sinaloa, abriendo
oportunidades para que mafias globales, como las italianas, serbias y rusas,
expandieran su influencia en Sudamérica; y el segundo, el acuerdo de paz entre
el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC),
que desplazó el cultivo de coca hacia regiones fronterizas con Ecuador.
La debilidad
institucional producto de décadas de corrupción rampante y una infraestructura
portuaria desarrollada, hicieron de Ecuador un destino atractivo para el
narcotráfico. Puertos como el de Guayaquil se convirtieron en puntos
estratégicos para la exportación de drogas, mientras las Islas Galápagos
ofrecieron estaciones de reabastecimiento para barcos cargados de contrabando.
La economía dolarizada facilitó el lavado de dinero, y exportaciones legales,
como las cuatro millones de toneladas de plátanos al año, sirvieron como
fachada para actividades ilícitas.
La situación se agravó
con la expansión de más de 20 bandas locales, que pasaron de conflictos menores
por territorios urbanos a colaborar con cárteles internacionales como Sinaloa y
Jalisco Nueva Generación. Estas alianzas desataron una ola de violencia sin
precedentes. Entre 2021 y 2023, la tasa de homicidios en Ecuador se duplicó
consecutivamente, con más de 8.000 asesinatos reportados el año pasado. Además,
ciudades como Durán registran un promedio de un homicidio cada 19 horas,
reflejando una crisis de seguridad alarmante.
Sin embargo, además de
la violencia, la corrupción institucional ha debilitado la capacidad del Estado
para combatir el narcotráfico. Los GDO han infiltrado las fuerzas de seguridad
y el sistema de justicia, creando un entorno de impunidad que agrava el
desgobierno. Mientras tanto, la población enfrenta un deterioro en su calidad
de vida, desplazamientos internos y una sensación de inseguridad generalizada.
Como si esto no fuese
suficiente, la minería ilegal sirve también como fuente de financiamiento para
los GDO. Estos invierten en operaciones mineras ilegales y utilizan el oro
extraído como medio para lavar dinero, anclándose en procesos de corrupción
local, ya que los sobornos a autoridades de elección popular y líderes
comunitarios garantizan impunidad y bloquean la intervención del Estado central.
Como ocurre con el narcotráfico, los GDO emplean la violencia para controlar
zonas mineras estratégicas, intimidar a comunidades locales y eliminar la
competencia.
Ecuador, atrapado en
este entramado de narcotráfico, corrupción y violencia, representa un
microcosmos de los desafíos que enfrenta Latinoamérica. Abordar esta crisis
requiere un esfuerzo integral que fortalezca las instituciones, fomente la
cooperación internacional y ataque las causas estructurales de la corrupción y
el narcotráfico.
5. ¿Existe alguna solución?: los posibles caminos a transitar
Para combatir la corrupción de manera efectiva es imprescindible adoptar
un enfoque multidisciplinario que integre aspectos legales, sociológicos y
antropológicos, priorizando la participación activa de la ciudadanía. Los
ciudadanos, al ser testigos directos y víctimas de los actos de corrupción,
constituyen una fuente invaluable de información sobre dónde y cómo se
manifiesta este fenómeno. Su involucramiento no solo permite un diagnóstico más
preciso, sino que también fomenta la transparencia y el control social.
De ahí que combatir la corrupción no es tarea fácil, pero tampoco imposible. De acuerdo con Klitgaard, el combate a la corrupción requiere un enfoque estructurado basado en tres etapas fundamentales:
- Conciencia: Sensibilizar a la sociedad y a las instituciones sobre los efectos perjudiciales de la corrupción, resaltando su impacto en la economía, la equidad y el estado de derecho.
- Prevención: Diseñar e implementar reformas que fortalezcan las instituciones, reduzcan los incentivos para prácticas corruptas y minimicen las oportunidades para el abuso de poder.
- Intervención en sistemas corruptos: Atender directamente los entornos donde la corrupción está arraigada, utilizando diagnósticos participativos y promoviendo reformas estructurales que reconfiguren las dinámicas institucionales.
Bajo esta perspectiva, la intervención en contextos de corrupción sistémica podría aplicar estrategias clave que incluyan:
a) Fortalecimiento de la transparencia y rendición de cuentas:
- Promulgar y aplicar leyes que obliguen a la transparencia en todas las actividades gubernamentales y empresariales.
- Establecer organismos independientes con facultades amplias para investigar, procesar y sancionar actos de corrupción, asegurando su autonomía y recursos.
b) Reforma y fortalecimiento institucional:
- Incrementar la capacidad y la independencia del sistema judicial para perseguir casos de corrupción con eficacia y justicia.
- Diseñar programas de capacitación continua que promuevan la ética e integridad en el sector público y privado, fomentando una cultura de responsabilidad institucional.
c) Participación ciudadana y vigilancia:
- Involucrar a la ciudadanía en la vigilancia activa y la denuncia de actos corruptos mediante mecanismos seguros y accesibles.
- Incorporar tecnologías emergentes, como plataformas digitales y herramientas de análisis de big data, para identificar patrones de corrupción.
d) Cambio cultural:
- Promover un cambio cultural que desincentive las prácticas corruptas y valore la transparencia y la ética como principios fundamentales.
- Incluir la educación cívica desde los primeros años escolares, inculcando valores de integridad, responsabilidad y respeto al estado de derecho.
e) Teoría de la complejidad aplicada:
- Reconocer la corrupción como un fenómeno sistémico y multifacético que surge de la interacción de factores sociales, económicos y políticos.
- Aplicar enfoques basados en sistemas complejos para identificar puntos de intervención clave y diseñar políticas públicas que respondan a las dinámicas específicas de cada contexto.
f) Cooperación internacional:
- Fomentar la cooperación entre países para combatir la corrupción como una problemática transnacional, especialmente en contextos relacionados con el narcotráfico y el crimen organizado.
- Implementar estrategias conjuntas que combinen inteligencia, recursos tecnológicos y colaboración regional para desmantelar redes de corrupción, fortalecer las fronteras para prevenir el tráfico de drogas y el lavado de dinero.
En resumen, la lucha
contra la corrupción no solo exige reformas estructurales y leyes estrictas,
sino también un compromiso colectivo que integre a gobiernos, instituciones y
ciudadanos en una causa común. La adopción de enfoques innovadores y
multidisciplinarios es esencial para desmantelar los sistemas corruptos y
construir una sociedad más justa, ética y transparente.
6. Una
reflexión final: abrirle paso a la imaginación a través de la acción
La corrupción no es un simple acto de deshonestidad individual, sino el
reflejo de fallas estructurales que erosionan los valores éticos y debilitan
las instituciones sociales. Pero no todo está perdido. Si bien es necesario
reconocer que el cambio no será inmediato ni sencillo.
Una sociedad que prioriza la justicia, la solidaridad y el bien común
tiene el potencial de romper el ciclo de exclusión y desigualdad que perpetúa
la corrupción. No obstante, este desafío no puede recaer exclusivamente en los
gobiernos; también involucra a las empresas, las organizaciones sociales y,
sobre todo, a cada ciudadano. Cada acción individual y colectiva orientada
hacia la integridad y la responsabilidad contribuye a generar un cambio
sistémico que desafíe las estructuras de exclusión, reemplazándolas por una
lógica basada en la cooperación y la equidad.
En Ecuador, la persistencia de índices de percepción negativa destaca la
urgencia de fortalecer la transparencia y la rendición de cuentas, pero también
de transformar los imaginarios que han normalizado estas prácticas espurias.
En última instancia, combatir la corrupción no es solo un desafío político o económico; es un problema ético que pone a prueba nuestra capacidad colectiva para imaginar y construir un mundo más justo. Si algo nos enseñan los análisis históricos y contemporáneos es que la corrupción prospera cuando bajamos la guardia, cuando aceptamos que “así son las cosas”.
Finalmente, si bien el Cambalache de Discépolo se escucha aún con nostalgia, recordándonos los sinsabores de la vida, también nos invita a imaginar un mundo donde lo justo y lo ético prevalezcan. Ese mundo, que aunque muchas veces parece utópico, es posible, siempre y cuando estemos dispuestos a dejar de ser cómplices de nuestra propia ruina.
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