CUENTO: LOS PERROS
LOS PERROS
Por: Sebastián Sacoto Arias S
El Dr. Augusto Cabezas llevaba varios años viviendo en Palo Quemado, un pequeño y olvidado pueblo situado en el subtrópico, en una de las rutas que conectaba la región costa con la fría serranía ecuatoriana. Había sido relegado al único Dispensario Médico que el Ministerio de Salud Pública mantenía en aquella zona rural, después de enfrentarse a los gritos, casi a los puños, con un funcionario corrupto de la capital. Desde entonces, el pobre hombre, temeroso de perder el nombramiento definitivo que tanto esfuerzo le había costado conseguir, recibió el castigo sin chistar y como no estaba casado ni tenía hijos, se hizo al dolor y aguantó estoicamente. Pero contaba los días para que lo reubiquen en otra parte.
La última noticia que había recibido era que posiblemente en dos o tres semanas lo trasladarían nuevamente a Quito. Solo faltaba que se completase el proceso de jubilación del médico general al que sustituiría. Sin embargo, el agotador tramo final de esa espera hacía que cada día se sintiera más largo y tedioso que el anterior.
Palo Quemado estaba escondido en un paraje que parecía haber sido pintado por una mano macabra. Las montañas y colinas, abruptas y escarpadas, se alzaban hacia el cielo como gigantes cansados, proyectando sombras largas y retorcidas. Las pendientes eran tan pronunciadas que parecían desafiar la propia gravedad, mientras quebradas y barrancos profundos cortaban la tierra en cicatrices que eran huellas de un pasado violento y turbulento. Cada roca, cada curva de la montaña, estaba cargada de un sentimiento de tristeza, como si el propio paisaje lamentara los acontecimientos antiguos que lo habían formado.
Bajo esos picos taciturnos, el suelo estaba compuesto de rocas volcánicas negras, testigos mudos de antiguas erupciones que una vez cubrieron la tierra con su manto de ceniza y fuego. El suelo era oscuro y fértil, pero parecía estar impregnado de la memoria de esas viejas llamas.
El poblado era una calle de tierra serpenteante, de apenas quinientos metros, perpetuamente envuelta en una densa neblina que recordaba el humo sofocante de un incendio. A cada lado de la calle se encontraban apretadas, una junto a la otra, las casas de las pocas personas que vivían allí, unas doscientas cincuenta contando niños y ancianos. Las construcciones eran más bien humildes, desgastadas por los elementos. De hecho, parecían más refugios provisionales que verdaderos hogares. Las paredes de madera agrietadas y descoloridas, manchadas por la humedad. Los techos de zinc corroído, crujiendo al compás del viento, en un abandono melancólico. Sombras coaguladas tras ventanas de barrotes irregulares, siempre cerradas. Todo rodeado por cultivos de caña de azúcar y pastizales que trepaban las laderas empinadas y se hundían en quebradas por las que corrían riachuelos, con un fuerte y constante olor a húmedo y hojas en descomposición.
Los habitantes de Palo Quemado eran un enigma para Augusto. Campesinos que se dedicaban a cultivar caña de azúcar, naranjilla, tomate de árbol, camote, incluso muchos tenían ganado de carne y leche. La agricultura de autosustento era muy común, y había abundante agua de fuentes subterráneas. Pero la población entera tenía un aspecto desolador, eran un retrato de fragilidad. Los huesos les sobresalían bajo una piel pálida y opaca, extendiéndose sobre sus extremidades con la delgadez espectral de un alma en pena. Sus rostros, surcados por sombras profundas, los ojos hundidos en sus órbitas hacían que hasta los niños pareciesen tristes adultos en miniatura. Tenían el cabello seco y quebradizo, como hilos de telaraña. Y sus bocas dejaban entrever dientes maltratados y moteados. Cualquier persona que llegaba por primera vez al pueblo, tenía la sensación de haber entrado en una escena de esas películas post apocalípticas de los ochentas, en un mundo radioactivo que había sobrevivido a una explosión nuclear. Sin embargo, los vecinos del pueblo rara vez iban a verlo, pues a pesar de su condición, prácticamente nunca se enfermaban, y en los años en los que el doctor llevaba en el Dispensario Médico no había sabido de ningún fallecimiento.
Además, tampoco hablaban, jamás decían una palabra. O prácticamente nada. Era como si su lenguaje fuese monosilábico. “Sí”, “no”, “ya”. No mucho más que eso en todos los años que llevaba ahí, lo que lo hacía sentirse completamente solo, aislado.
En cualquier caso, el pobre doctor no tenía más remedio que resignarse y sobrellevar diariamente lo que significaba vivir en un pueblito rural como ese. Por ejemplo, los cortes del servicio de luz eléctrica. Todos los días, después de que el sol caía tras las montañas, cuando el reloj marcaba las siete de la noche, invariablemente, se iba la luz, y los habitantes del lugar se refugiaban en sus casas, cerrando puertas y ventanas, dejando la calle desierta. No había nada abierto después de esa hora, ni siquiera una tienda para comprar algo tan simple como chicles o un rollo de papel higiénico, ni una taberna, nada. El pueblito quedaba envuelto en una penumbra inexpugnable pero ruidosa. Pues cada familia tenía dos o tres perros sueltos en sus fincas y también caminando libremente por la calle, perros de todos los tamaños y colores, y sobre el fondo habitual de sonidos de insectos y ranas de cualquier zona rural, tenía que aguantar a esos malditos perros ladrando toda la noche sin detenerse. Comenzaba uno, en un extremo del pueblo y se le sumaban paulatinamente los demás, como si fuese una batalla de reproches entre ellos. Cuando al fin se callaban, comenzaba otro, al extremo opuesto del poblado, lanzando un aullido al aire denso y pesado, e iniciaba todo otra vez.
¿Qué desencadenaba los ladridos? Pues podía ser cualquier cosa, una ardilla, una serpiente, una zarigüeya. Una rata cruzando la calle o un gato persiguiéndola. Un perro de la otra cuadra olfateando la basura de la casa del vecino, o las gallinas, gallos y pollos que estaban sueltos por doquier, paseando muy orondos con su desorden de plumas y aleteos.
En todo caso, para Augusto era como si los perros fuesen los dueños del pueblo. Ladraban, dormían bajo los árboles y merodeaban por las casas, pero nadie los disciplinaba o decía nada. Además, había algo en la forma en que lo miraban, como prepotentes, como si supiesen algo que él no sabía. La gente del pueblo parecía aceptarlo, incluso acomodarse a ello. Trabajaban, cosechaban, cocinaban, y siempre, de alguna manera, había algo para los perros. Ellos comían primero, dormían donde querían, pero nadie pronunciaba palabra al respecto. Eran amos y señores de cada rincón.
Pero aquel día había llovido muy fuerte desde la mañana. El doctor se había ido pronto a la casa que tenía rentada en uno de los extremos del pueblo, y se acostó temprano. Realmente era poco lo que podía hacer una vez que se cortaba la luz y ya no le quedaban ni pilas, ni velas, ni ganas para hacerle frente a la oscuridad. Pero no podía dormir. Estaba harto de ese pueblo perdido en el tiempo, y sentía que él mismo estaba atrapado y perdiéndose en él. En la cama, giraba de un lado al otro, poniendo y quitando la almohada, mirando el reloj en su muñeca una y otra vez en la penumbra, sintiendo que los segundos se estiraban, como si fuesen de goma, mientras escuchaba al viento soplando y la lluvia cayendo como baldazos arrojados violentamente por un gigante contra el techo de zinc. El insomnio le retorcía la mente con pensamientos erráticos y sin sentido, y tenía la sensación de que perdía la cordura.
Cuando la tormenta cesó, en la madrugada, el aire aún se sentía pesado, poseído por un extraño magnetismo, con el aroma húmedo de la tierra y el eco de truenos lejanos. Aunque había un relativo, de hecho increíble, silencio. Los perros al fin habían sido vencidos por la propia naturaleza, acallados con agua y frío, y al parecer todos se encontraban resguardados.
De pronto, mientras se regodeaba por su fortuna, un ruido extraño arrancó a Augusto de ese momento de disfrute. Era un sonido distinto a los ladridos que solían llenar la noche, distinto al sonido de los gallos, las ranas y los grillos. Era profundo, un sonido ronco, como un gruñido que salía de las entrañas mismas de la tierra y que reverberaba al interior de sus huesos.
El doctor se levantó de un salto y se acercó a la ventana, que estaba empañada por la humedad, con el corazón latiendo descontrolado, limpió la superficie y observó la calle desierta, apenas iluminada por el tenue fulgor de la luna oculta tras las nubes. Entonces se le heló la sangre al distinguir las siluetas de los perros del pueblo, todos reunidos en una asamblea macabra bajo una luz espectral justo frente a su casa. Sus ojos ardían con un brillo sobrenatural mientras sus formas parecían distorsionarse en la neblina, y lo que debían ser ladridos, aullidos o gruñidos se transformaban paulatinamente en palabras, susurros que parecían humanos.
Mientras observaba a los perros, congelado, incapaz de moverse, su mente buscaba desesperadamente una explicación para lo que estaba presenciando. Pero las palabras que pronunciaban los animales eran cada vez más claras y resonaban en su mente como un veneno que se filtraba en sus pensamientos. Hablaban de un asesinato, de un sacrificio, de un plan inminente que debía llevarse a cabo esa misma noche.
Augusto sintió que la oscuridad se cernía sobre él como una manta sofocante. La sensación era clara: algo terrible iba a pasar, algo que no podía evitar. De repente, uno de los perros giró su cabeza hacia él, como si hubiera sentido su presencia. Su mirada lo atravesó, y por un segundo sintió que estaba dentro de su mente. Se alejó de la ventana, pero no pudo escapar del terror que esos ojos le habían infundido, como si lo hubiesen condenado al mismo destino que susurraban.
Mientras la realidad parecía doblarse incesantemente sobre sí misma, se apretó de espaldas contra la pared de madera crujiente, cerró los ojos y se concentró cuanto le fue posible para lograr entender las vagas palabras que esos animales infernales pronunciaban al otro lado de la ventana. Y se le erizó la piel al escuchar claramente: Au-gus-to. Era su nombre, repetido por un coro demoníaco. Sin abrir los ojos y negando con la cabeza, el doctor cayó de rodillas al suelo confundido y aterrado, rezando por salvación o piedad.
De pronto se escuchó el estruendo de los perros aullando al unísono y lanzándose luego contra las paredes de su casa, reventando los vidrios de las ventanas, golpeando contra los barrotes metálicos, hundiendo sus hocicos en las grietas y en los huecos de la madera, intentando abrirse paso, olfateando, mientras sus garras raspaban ferozmente las tablas y sus dientes las astillaban con un sonido seco. Todo mezclado con gritos agudos y salvajes, gritos que sonaban humanos.
Apretando los ojos, Augusto tanteaba con sus manos temblorosas el suelo buscando algo, cualquier cosa, que pudiera usar como defensa. Respiraba agitadamente, como si se le estuviese metiendo la oscuridad en los pulmones. E intentaba pensar si había algún rincón donde esconderse, alguna salida, pero estaba atrapado. Los perros se habían transformado en algo más, en bestias de otro mundo, como si estuviesen poseídos por una rabia antigua que él no podía comprender. Hasta que la puerta cedió con un crujido final, arrancada de sus goznes. Entonces, todo se detuvo.
El silencio se apoderó de la noche, Augusto solo podía escuchar el sonido de su propia respiración y el latido frenético de su corazón, que rompían aquella calma sepulcral. Estaba en el suelo, de rodillas y con las manos cubriéndole el rostro, pero sentía el roce de las colas, la cercanía de los hocicos, el olor a pelo mojado de los perros. Con un temblor, quitó lentamente las manos y abrió los ojos, y los vio a todos ellos quietos, en el interior de la casucha, reflejando en sus ojos una luz que no provenía de este mundo. Lo miraban fijamente, con una intensidad perversa, como si se deleitaran con su miedo. Ahí entendió que no era solo un sacrificio físico lo que buscaban, sino la condena de su alma misma, atrapada para siempre en ese paraje maligno para ser un dócil siervo. Entonces, esas sombras con colmillos se cernieron sobre él, mascullando un destino del que jamás podría escapar.
A la mañana siguiente, el sol comenzaba a asomarse tímido por detrás de las montañas, derramando su débil luz sobre Palo Quemado. La neblina omnipresente se disipó por un instante, revelando una figura solitaria y tambaleante al borde de la calle de tierra, en uno de los extremos del pueblo. Los pocos habitantes con los que se cruzó, al advertirlo, apretaban el paso y bajaban la mirada con rostros de una tristeza profunda. Sabían lo que había pasado. Sabían que era uno más. El Dr. Augusto Cabezas había desaparecido, pero aquella sombra, con la deformada mueca de lo que alguna vez fue su rostro, seguía allí: un alma perdida, maldita, atrapada en los secretos de ese pueblo, entre las montañas y las quebradas, para siempre.
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