CUENTO: QUEJIDOS
QUEJIDOS
Por: Sebastián Sacoto Arias S
El alarido del hombre del departamento número dos rompió la tranquilidad
de la noche, sacudiendo con su eco los seis pisos del edificio. Era un grito
desgarrado, agudo y penetrante, brutal, como si le estuviesen arrancando una
extremidad del cuerpo. Su esposa e hijo, que estaban en el comedor cenando, se
miraron con ojos muy abiertos, y sin decir nada, se levantaron y corrieron
hacia la habitación a toda velocidad para ver qué pasaba. Al entrar los recibió
un frío punzante, como el de un frigorífico, y lo encontraron de pie,
petrificado, transformado del terror: la piel lívida, el pelo electrificado se
había vuelto completamente cano, los ojos cristalinos, estaban clavados en un
punto de la habitación donde no parecía haber nada. Un quejido ahogado escapaba
de su boca, abierta de par en par. La mujer y el niño se acercaron con pasos
lentos, intercambiando miradas incrédulas y temerosas.
Antes de alcanzarlo, su cuerpo se desplomó hacia el suelo, como una
marioneta a la que le cortaron los hilos, cayendo frente a ellos que se
lanzaron hacia él para intentar sujetarlo. Su cuerpo se sentía extraño. Aquello
no era carne. Sintieron que sus manos atravesaban una sustancia fría y
gelatinosa. Un segundo después, se dieron cuenta de que se desvanecía entre sus
brazos.
Confundidos y horrorizados, se revolvían de rodillas sobre la alfombra del
piso, intentando dar con algún rastro del padre y esposo que acababan de ver desaparecer
ante sus propios ojos. La mujer, con el rostro desencajado, se levantó
tambaleante y retrocedió tapándose la boca con una mano, mirando a todos lados,
buscándolo. Salió corriendo hacia la puerta gritando a todo pulmón el nombre de
su esposo con una desesperación que retumbaba en los pasillos vacíos, negando con
la cabeza lo que acababa de ver.
Pero el niño escuchó que los gritos de su madre se apagaban abruptamente apenas ella había salido del cuarto, sin explicación alguna, e intentó acercarse para ver lo que sucedía, pero las piernas no le respondían. Un temblor incontrolable lo dominaba, mientras el silencio resonaba en su cabeza aún más fuertemente que los chillidos de sus padres. Hasta que lo que se escuchó fue su propio alarido, agudo y desesperado, que duró unos cuantos segundos llenando el aire frío.
En el edificio nadie se inmutó con el escándalo, las paredes parecían devorar el sonido y el eco de los gritos se desvaneció rápidamente. Además, era uno de esos barrios quiteños donde los problemas de los demás rara vez cruzaban la puerta. Los vecinos, encerrados en sus propias vidas, pensaron que seguramente era otro de los desafueros del tipo que vivía en el departamento cinco, que era bullicioso y maleducado, cuyo comportamiento conflictivo era conocido por todos, y con los problemas que habían tenido con él, ya nadie se metía en los asuntos de los otros.
Pasaron semanas antes de que alguien notara que algo andaba mal. El
conserje entró con sus llaves al departamento dos cuando algunos vecinos se
quejaban de un desagradable y penetrante olor que parecía provenir de su
interior y que inundaba el pasillo, y no había nadie que conteste la puerta o el
teléfono.
La familia había desaparecido, pero la escena era inquietantemente
normal. No se encontró nada raro en el departamento, las cerraduras estaban
intactas y las ventanas cerradas. La ropa estaba guardada ordenadamente en los
armarios, las camas prolijamente hechas, las llaves descansaban colgadas detrás
de la puerta de entrada y el coche seguía en el parqueadero. El olor provenía
de la comida que, en distintos envases en los mesones de la cocina y servida en
la mesa del comedor, se estaba descomponiendo evidentemente desde hacía un buen
tiempo, convertida en un montón de podredumbre y moho. No había señales de
violencia ni indicios de una partida precipitada ni notas. Nada que indicara
por qué se habían ido o a dónde.
Los vecinos, al enterarse de lo sucedido, se sumieron en una mezcla de
miedo y fascinación. Las conversaciones en voz baja, los rumores y las
especulaciones se convirtieron en la norma por meses. Algunos decían haber
sentido presencias extrañas, otros afirmaban haber escuchado gritos en la
noche, pero nadie tenía respuestas concretas.
Con el tiempo, el departamento fue vaciado y después puesto nuevamente para alquiler. El asunto sirvió incluso para que el vecino del cinco, siempre tan intransigente, empezase a mostrar un comportamiento diferente después de ser interrogado por la Policía, pues propietarios y arrendatarios del edificio lo señalaron como un tipo violento y mal educado, quizás incluso peligroso. Aunque el tema no llegó a mayores, pues no se encontraron pruebas que lo vincularan con la desaparición. Pero, de todas formas, el hombre se volvió más reservado, casi ausente.
Finalmente, el inmueble se arrendó de nuevo y una familia de cuatro
miembros —padre, madre y dos hijas mellizas en plena adolescencia— se mudó sin
conocer mayores detalles de lo sucedido, o quizás eligiendo no creer en ellos, o
aún más probable, priorizando un arriendo bastante cómodo para el barrio en el
que se encontraba y su ubicación. Y aunque los vecinos fantaseaban con
terroríficas historias y una precipitada salida de los nuevos usuarios del
departamento, la familia permaneció en el lugar por largos años.
Solamente una noche la madre se despertó por un extraño ruido en la
madrugada, con la piel erizada por un frío punzante en la habitación, y la respiración
se le quedó atorada en la garganta cuando creyó ver a un niño junto a su cama,
con un gesto de terror infinito: la piel lívida, el pelo electrificado
completamente cano, la boca abierta de par en par, los ojos vacíos mirando algo
en la oscuridad. El ruido, un trémulo quejido, se fue apagando mientras la
imagen se desvanecía, antes de que las temblorosas manos de la mujer pudiesen
encontrar el interruptor y encender la luz.
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